miércoles, 22 de abril de 2009

El 13 de marzo. Carlos Figueredo (El Chino)


Por Carlos Figueredo Rosales (El Chino)

En la mañana del 12 de marzo de 1957 Joe (Joe Westbrook)* me llamó por teléfono al Monseigneur (restaurante El Monseñor)* para decirme que a las 3 de la tarde debía sentarme en el sillón de limpiabotas situado en el portal de un café bar que habitualmente frecuentábamos, ubicado detrás de la Facultad de Medicina, y que llevara puesta ropa "dura" y, especialmente, los botines de hebilla al lado…. A las 2:50 me encontraba en el lugar indicado, y enseguida llegó Enrique Rodríguez Loeches -- a quien había visto varias veces -- preguntándome si yo era primo de Joe. Le pedí permiso al limpiabo¬tas para levantarme del sillón aunque aún le faltaba por brillar uno de los zapatos. Pero Enrique me planteó que terminara pues no estaba apurado. Luego fuimos en auto hasta un apartamento de la calle 19, en El Vedado. Prácticamente no conversamos en el trayecto; sólo me informó que yo conocía a casi todos los que se hallaban allí, además de Joe. Al entrar vi, entre otros, a José Antonio Echeverría, Fructuo¬so Rodríguez, Julio García Oliveras y Joe. Me quedé con ellos mientras José Antonio les impartía instrucciones. Se veían algunas armas personales en la sala-comedor, y en el cuarto un compañero durmiendo y dos más revisando unas armas largas recos¬tadas a la cama. La tarde la pasé sin hacer nada y a eso de las 7 trajeron bocaditos. José Antonio comía mientras caminaba de un lado para otro y dictaba la confección de algunos documentos. Imagino que sobre la alocución que más tarde haría por los micrófonos de la estación Radio Reloj. Se interrumpía a interva¬los para leerle párrafos a Fructuoso, Julio, Joe…. Su testamento político parece que ya lo había redactado. En él explicaba la necesidad de combatir dada la situación del país y que, con indepen¬dencia de su éxito, nos adelantaría en la senda del triunfo en cuya consecución era decisiva la participación del pueblo. Por su educa¬ción religiosa al final se encomendaba a Dios¬. Muy tarde en la noche Joe me comunicó que se asaltaría el Palacio Presidencial para eliminar a Batista, y que varios grupos armados se escondían en diferentes sitios. No precisó el armamento, pero me dijo que contábamos con ametralladoras de mano y granadas y que mi misión consistía en manejar el auto donde iría El Gordo, como le llamaban a José Antonio sus compañeros más allegados. Le pregunté a Joe por el arma que yo llevaría, pues le había dado mi pistola a Héctor (Héctor Rosales)* ya que, por estar clandestino, le hacía más falta. Me dio una Colt 45 propiedad de José Briñas, Cheo, quien la utilizó en la operación del rescate de Ubaldo Díaz Fuentes, Adolfo Delgado y Daniel Martín Labrandero ejecutada por el Directorio en el Castillo del Prínci¬pe, unas semanas antes…. Lamentablemente, Daniel se lesionó ambas piernas al saltar un muro alto y no pudo continuar la fuga. Murió combatiendo…. A través de Joe, Cheo me deseó suerte y me orientó que tuviera cuidado con el arma porque su gatillo era muy celoso y se disparaba fácilmente. Después de darme la pistola, Joe se recostó en la cama donde nos sentamos y dijo mirando al techo: “Vamos a morir por una causa justa; una causa justa y necesaria. No se puede ver, sin llamar a la conciencia, los horrores que se cometen. No solamente se abusa del pueblo, sumido en la miseria, sino que se le mata por rebelarse. Ya no se puede hablar, ni estudiar, ni trabajar en paz. La dictadura trata de silenciar las voces que reclaman justicia y no permite que cada cual elija su destino. Un grupo de bribones se ha apoderado de la nación y quiere perpetuarse en el poder para seguir robando. El sistema no responde a los intereses del pueblo sino a los intereses del gobierno, por gobernar”. Me quedé pensando. No había conjugado el pensamiento muerte. La realidad se ofrecía ahora en una forma más categórica. Pen¬sé si morir valía la pena. Intenté atenuar la imagen de mi muerte con otras que siempre me atormentaron: la del amigo que patinaba con una capa de agua vieja y rota como única vestimenta por carecer de ropa; la de aquella señora que vendía empanadillas en el central "Estrada Palma" a fin de mal alimentar a sus pequeños hijos; la del soldado analfabeto que manejaba el lujoso auto del jefe; la del negrito que acostumbraba a detenerse ante la vidriera de la cafetería La Mía para ver los jamones que no podía disfrutar; la de Angelito, el hijo de Angelina, atendido solamente en el batey del Congrí por un curandero que le sacaba del abdomen hinchado un líquido amarillento que su madre tiraba al río murmurando la misma oración del día que lo enterra¬ron; la del improvisado juguete de botellas que imitaban una yunta de bueyes para unos niños sin zapatos; y mosquitos impertinentes que dejaban la piel llena de pústulas que confundían la sangre con el barro... De repente sentí frío y empecé a temblar. Oí la voz de mi primo: < ¿Acaso tienes miedo?> . Nos quedamos en silencio unos minutos. Volví a escuchar a Joe:

Julio (Julio García Oliveras)* regresó luego de precisar ciertos detalles de la operación en otros sitios. No sé cómo se las arreglaba para pasar inadvertido en la clandestinidad con sus 6 pies y 5 pulgadas de estatura. De carácter sobrio a simple vista, se desenvolvía con el aplomo y la soltura de un jefe. Primero habló mucho rato con José Antonio, quien le dio a revisar su testamento, y después me planteó que nos íbamos juntos. Sin despedirme me fui con él. Al salir me entregó las llaves de un Ford del 56 indicándome que fuera tras él. Le pregunté a dónde íbamos y se limitó a decir que lo siguiera. Como no estaba acostumbrado a manejarlo, me costaba trabajo cambiar las velocidades. Hubo un instante en que Julio acercó su auto al mío y me llamó la atención porque "rayé" la primera. Le dije que se trababa al embragar. Se llevó las manos a la cabeza, en gesto de desaprobación. Me preocupó perder la misión y tal vez la posibilidad de partici¬par en la operación. Julio dio varias vueltas, no sé si para confundirme, lo que es lógico en la actividad conspirativa, o para confundir a los que nos siguieran. Al fin llegamos a un apartamento que más bien parecía un sótano por su nivel en relación con la calle. Allí había muchos compañeros. Me informaron que no se podía fumar más de uno a la vez, que no estaba permitido asomarse a las venta¬nas a no ser Julio o quien dejara en su lugar, que únicamente se descargaba el tanque del inodoro cada hora, que hablara lo menos posible y en voz baja y que no encendiera las luces. Por supuesto, se prohibía salir bajo ningún pretexto. Además, me dijeron que debía acostarme donde pudiera, y dormir. Muy avanzada la madrugada vi que Julio revisaba en la cocina unas armas, entre las que me llamaron la atención los fusiles Johnson, barrigones, del 3006. Sabía de su efectividad y lamenté no utilizar uno de ellos en la operación. Me acerqué y, pasando la mano por uno de ellos, le pregunté a Julio si podía ayudar. Respondió secamente: . Me acomodé como pude al borde de una de las camitas que había en un cuarto. En la misma estaban malamente acomodados dos. La mayoría dormía en el piso. Tardé poco en quedarme profundamente dormido, quizás por la tensión que había pasado. “Dulce Jesús de mi vida...”

Desperté por el movimiento y el cuchicheo de los compañe¬ros. Alguien me llevó café a la cama, cosa que no dejó de sorprenderme. Pensé que era un estilo o un acto habitual de camaradería. Me indicó que Julio se reuniría con nosotros en la sala-comedor para explicarnos el plan: Un grupo, dirigido por Carlos Gutiérrez Menoyo, Faure Chomón y Menelao Mora, asaltaría el Palacio Presidencial. Llegarían en dos autos y un camión cerrado hasta la puerta principal y la franquearían por sorpresa. Después, subirían al segundo piso y harían prisionero a Batista o lo ajusticiarían si esto no era factible. Otro grupo, que saldría de Guanabacoa, tomaría los edificios aledaños más altos para disparar contra la guarnición emplazada en la azotea de Palacio e impedir que sus integrantes participa¬ran en el combate o les tiraran a los asaltantes cuando se movieran por los pasillos, así como para darle cobertura a la evacuación de heridos. El tercer grupo, que estaría en Prado y recibiría las armas allí, no permitiría el arribo de un posible refuerzo desde el regimiento de Columbia o desde las fortalezas de la Punta y la Cabaña. Simultáneamente con el asalto al Palacio Presidencial se ocuparía Radio Reloj, para que José Antonio Echeverría, la figura más importante del movimiento y jefe del levantamiento, se dirigiera al pueblo. A fin de cumplir esta parte del plan, un comando se trasladaría en tres autos a la emisora. José Antonio iría en el del centro. Al llegar a Radio Reloj, las dotaciones de los autos, integra¬das cada una por cinco compañeros armados con pistolas y subame¬tralladoras, tomarían sus accesos para que ninguna fuerza represiva evitara la acción del comando. José Antonio explicaría el sentido del asalto a Palacio, informaría la muerte del tirano, citaría al pueblo para la Universidad de La Habana, donde se le entregarían armas (al pueblo)* con vistas a atacar las unidades de policía, y convocaría a una huelga general. Terminada la alocución, el comando saldría por la calle M hasta doblar por Jovellar para entrar a la universidad por la puerta principal de los autos. Desde el inicio de la operación la Universidad estaría ocupada por un grupo que acudiría en dos autos -- uno de ellos, el Chevrolet 52, convertible, de mi propiedad -- con las armas que se repartirían a las personas del pueblo que se nos sumaran. Además tenían la misión de neutralizar a la Policía de ese centro. La alternativa, de no ser posible el asalto a Palacio o si Batista lograba huir, era tomar el cuartel de San Ambrosio para entregarle las armas al pueblo. Se precisaron los nombres de los jefes de grupo y sus integrantes, así como la función de todos. Luego nos dieron el armamento y Julio conversó con cada uno pidiendo repetir, en muchos casos, la misión a cumplir. No se nos dio de comer ese día para tener limpios los intestinos por si nos herían y se nos podía curar. En varias ocasiones se declaró el estado de alerta para comenzar la operación, hasta que Julio me orientó acompañarlo para recoger a José Antonio, Fructuoso y Joe. Entramos un momento en el apartamento de la calle 19. Joe fue muy efusivo conmigo. Los sentí muy relajados aunque con una gran concentración. Más bien creo que estaban alegres….. Salí con Julio, monté en el auto y lo puse en marcha. En el asiento trasero vi a Otto Hernández, un joven con espejuelos que había conocido la noche anterior. Tenía en la mano una subame¬tralladora Stein inglesa. Inmediatamente después subieron José Antonio, Joe y Fructuoso. Joe llevaba una carabina semiautomática M-1 pegada al cuerpo; y José Antonio y Fructuoso, las pistolas Máuser en la mano. Las otras dotaciones de los autos montaron en ellos con naturalidad, pero rápidamente. Las armas no las llevaban escondidas sin embargo las portaban con discreción. Los pocos transeúntes que encontramos nos miraban extrañados. Según me indicaron en el auto, salí despacio. Todos estaban en silencio. Casi al doblar en la calle 21 rumbo a M, un individuo me informó cortésmente desde un auto que llevaba una goma ponchada. No hubo comentarios en el auto por lo que sobreentendí que lo dejaban a mi decisión. Calculé que la distancia que me quedaba era poca. Puse la segunda para lograr más fuerza y así llegamos ante la puerta del edificio de CMQ, pues Radio Reloj estaba en uno de sus pisos superiores. No sabía entonces que allí se hallaban El Moro Assef y Pedro Martínez Brito, quienes habían bajado del primer auto un momento antes. Los locutores de la emisora a esa hora: Floreal Chomón, Jorge Martin y Reinerio Flores, conocían la operación y esperaban para ayudar. José Antonio, Fructuoso y Joe se bajaron con las armas en la mano. Una señora gritó desde un balcón del edificio de enfrente: ¡Ay, Dios mío, los estudiantes con ametralladoras! Sin hacerle caso los combatientes entraron al lugar. No apagué el motor para garantizar una salida sin dificulta¬des. Incluso, mantuve la primera velocidad, el pie izquierdo en el embrague y el motor acelerado con el calcañal del pie derecho mientras con la planta, pisaba el freno. Desde esta posición traté de ver la goma delantera izquierda y me di cuenta de que realmente estaba algo baja de aire. Concluí que podría avanzar si aprovechaba la potencia del motor pues la distancia por recorrer no excedía el medio kilómetro. Otto comentó que ellos ya debían estar arriba. No teníamos radio en el auto, así que no oiríamos la alocución. Le dije que no olvidara a la mujer que gritó desde el balcón. Sacó la cabeza y me planteó que varias personas se encontra¬ban en los balcones del edificio. Le pedí que se fijara en un hombre vestido con guayabera blanca y zapatos de dos tonos que estaba en la acera opuesta. Miré hacia el auto de retaguardia y vi a Mario Reguera, con una pistola, y a Julio, con una subametralladora, impidiendo el paso de los vehículos. En aquel momento un sargento del ejército, negro, muy alto y armado, caminaba por allí confundiéndose entre los peatones. En la acera opuesta se hallaban mi primo Héctor y Antonio Guevara, y, ante el timón del auto, Juan Nuiry. Después miré hacia el auto de vanguardia, aparcado a la derecha y a unos 5 metros de la esquina, en el instante en que un policía se le acercaba para hablar con sus ocupantes. Enseguida hizo un gesto de aprobación y se situó en la esquina. No entendí lo que pasaba, ya que él debía haber visto las armas que seguramente tenían sobre las piernas Enrique Rodríguez Loeches, Humberto Castelló y Aestor Bombino, quienes, junto a Pedro Martínez Brito y El Moro Assef, integraban la dotación de ese auto. De repente escuchamos unos disparos en los pisos superiores de CMQ. Otto exclamó: < ¡Ya empezó esto!> Un guarda jurado, sin sacar el arma, comenzó a cerrar las puertas de cristal que daban acceso al edificio. Instintivamente apunté a su cuerpo, pero reflexioné de inmediato que no debía herir a nadie por gusto y, corriendo las miras, disparé dos veces hacia la parte alta del cristal. El individuo se lanzó aparatosamente al suelo cubrién¬dose la cabeza con las dos manos. Al fijarme en la posición de la vanguardia, vi a Enrique en medio de la calle M con la carabina M 1 cruzada sobre el pecho y mirando en dirección a L. En tanto el policía que se había acercado al auto un rato antes caminaba hacia él, que estaba de espaldas, y empezaba a sacar el revólver... Apoyé la pistola en el descanso de la ventanilla, de una manera muy incómoda ya que me quedaba a la izquierda y yo soy derecho, y cuadrando las miras le disparé. Cayó al suelo. Enrique se viró extrañado, pues la distancia entre nosotros era de unos 40 metros y él no sabía quién había tirado. Rápidamente empujó el arma del policía con el pie y la recogió, mientras éste le suplicaba con un gesto que no se la quitara. Busqué con la vista al sargento del ejército confundido entre la gente y alerté a Otto, pero me dijo que no aparecía por ninguna parte. En ese momento salieron Joe, Fructuoso y José Antonio, quienes desarmaron al guarda jurado y al sargento del ejército que tanto me había preocupado. Fructuoso se sentó a mi lado y José Antonio junto a la ventanilla, en tanto Joe lo hacía en el asiento trasero. Saqué el auto muy acelerado, pero paré cuando me gritaron que El Moro Assef se sumaba a nosotros. Reinicié la marcha y sentí que el timón tiraba a la izquierda. Recordé que estaba bajo de aire y compensé el vehículo tirando en dirección contraria. Sabía que la potencia del motor daba para llegar a la Universidad con la llanta sin aire. Todavía en la calle M escuchamos varios disparos detrás de nosotros. Era Héctor disparándole al policía tendido en el suelo junto a un poste de la luz porque pensaba que se encontraba parapetado y podía disparar. Hice fuego dos veces, pero me conminaron a concentrarme en el timón. Al llegar a Jovellar hallé el tráfico muy complicado pues los autos se detenían y zigzagueaban, imaginé que por el tiroteo. Vi que el auto de vanguardia seguía por M y no por Jovellar, como me habían indicado. Me ordenaron continuar por Jovellar. Al doblar, me fijé en que el auto de retaguardia doblaba por 25. Me di cuenta que me quedaba sin escolta. Al pasar L, muy congestionada por ómnibus y automóviles, los que iban en las ventanillas de nuestro auto empezaron a disparar y a gritar: < ¡Viva el Directorio! ¡Viva la revolución!> Desembocamos en Jovellar. A la izquierda teníamos la univer¬sidad. El control del vehículo se me hacía difícil por el estado de excitación de los compañeros y la complejidad del tráfico. Además, el auto se bamboleaba y debía compensarlo con la fuerza del motor. A una distancia de 100 metros vi avanzar hacia nosotros a un auto patrullero con la sirena sonando y los intermitentes del techo encendidos. Casi venía por la senda del centro, la misma por donde íbamos. Calculé que no era prudente darle el flanco porque habíamos pasado la calle disparando y ellos podrían haberse percatado, por lo que a unos 20 metros apliqué los frenos. El auto tiró ligeramente a la izquierda, como debía ser, y se produjo el choque casi de frente. Tomé la pistola de mis piernas e hice fuego dos veces al parabrisas del patrullero tratando de neutralizar al chofer y al tripulante de su derecha. Entre el impacto del choque y mis disparos oí un tableteo de ametralladora y vi saltar los cristales del parabrisas. Prácticamente vi venir los plomos. Sentí un golpe en la cabeza y me sentí atontado. Reaccioné cuando Fructuo¬so me pegó muy fuerte en el muslo gritándome: < ¡Al suelo, coño!> Saliendo del auto miré a José Antonio que corría hacia el patrullero, en tanto el policía del asiento trasero nos tiraba desde la ventanilla. Me sentí impactado en la pierna derecha. José Antonio disparó al interior del auto patrullero, y una ráfaga de ametralladora le contestó cruzándole el pecho y la cara. Me di cuenta que estaba sin municiones y fui hacia el poste de hierro donde Joe estaba parapetado sin disparar su M 1. Le grité que tirara, pero me dijo que tenía miedo darle al Gordo. Se impre¬sionó mucho al ver a José Antonio derribado. Un policía nos hacía fuego desde detrás del auto patrullero. Al sentir otro impacto, en esta ocasión en el pie derecho, metí el dedo en el disparador de la carabina de Joe y comencé a accionar el gatillo y disparar. Al segundo disparo me retiró el arma, cuando Fructuoso ordenó: < ¡Para la colina!> Fui adonde estaba Fructuoso, quien me empujó en dirección a la escalinata de la universidad. Avancé unos pasos y me volví. A lo lejos vi el cadáver de José Antonio. Tirado en el suelo, sobre su lado derecho, parecía que descansaba...

Arrastrando la pierna herida miré a mi alrededor buscando a alguien que me ayudara a subir la larga y ancha escalinata…. Al llegar arriba Héctor acudió en mi auxilio. Ya se encontraban allí los integrantes de los otros dos autos que tomaban posiciones según las indicaciones de Julio. Me enteré entonces que Armando Hernández, auxiliado por Lorenzo Morera, un compañero de Reynaldo León Llera -- asaltante del Palacio Presidencial --, había tomado la Universidad simultáneamente con esta acción y la ocupación de Radio Reloj…. A fin de establecer una defensa circular, tomamos las mejores posiciones en los lugares donde nos ubicaron. Héctor y Joe me ayudaron a vendarme las heridas. Las balas no me interesaron ningún hueso. La que me dio en el pie se fragmen¬tó en el poste. Podía apreciar las partículas de plomo entre la sangre ya coagulada. Y la hemorragia de la herida de la pierna, terminó conteniéndose con el vendaje. Julio, Castelló y Nuiry trataron de romper la enorme puerta de caoba del decanato con la culata de sus fusiles, pero al hacer añicos una de ellas lo intentaron por otros medios hasta que lograron pasar y tomar posición en la azotea. Héctor emplazó una ametralladora calibre 30 en la escalina¬ta, desde donde comenzó a disparar sobre algunos autos patrulle¬ros que transitaban por Infanta hacia Palacio, entrando por San Lázaro. Estaba eufórico. Sin quitar la vista de las miras me dijo: < ¡Les hago fuego y no presentan combate, huyen como unos cobardes!> Ocupé mi posición, que consistía en cubrir el ala derecha de la Universidad y neutralizar los disparos que recibiéramos desde los edificios aledaños. Vi a algunos civiles desarmados; no obstante, tiré a discreción para que se marcharan. Le adosé el culatín a la pistola Star de ráfaga que había tomado al llegar al centro y la convertí en una pistola ametralladora. De ahí en ade¬lante le dispararía a todo lo que se asomara por allí. Coloqué los peines de 32 tiros de tal forma que me fuera cómodo utilizarlos según se me agotaran. Estaba seguro de que iba a ser un sitio largo y quería lograr el mayor número de bajas del enemigo, antes de que me mataran. Oía el fusil Johnson de Julio tirando en dirección a la Avenida de los Presidentes desde la azotea de la Facultad de Arquitectura. Él había ordenado disparar sobre los puntos más usados por la policía en otros combates, como la calzada de Rancho Boyeros e Infanta, con la idea de estar a la ofensiva poniendo a raya a la policía de cualquier intento de concentración y así mantener el territorio universitario dominado hasta recibir el refuerzo que vendría una vez tomado el Palacio Presidencial…. A lo lejos escuché el grave tableteo de la calibre 50... Julio había comentado que eso no le gustaba nada porque, si bien nuestros combatientes llevaban una, no disponían de tanto parque….

Un rato después llegó Faure (Faure Chomón)* herido en un brazo y la cadera. Estaba muy pálido pues se veía que había tenido una gran hemorragia y tenía la ropa ajada, sucia y mojada de sangre y sudor…. Juan Nuiry se lo llevó del lugar en búsqueda de ayuda médica…. Julio dijo en alta voz, para que todos los combatientes lo oyeran en sus posiciones: . Héctor, Mario, Joe y yo nos reunimos. Joe nos dijo que saldríamos por una de las escaleras laterales, para evitar a los policías que estaban parapetados por Infanta y San Lázaro y a otros que venían por la Avenida de los Presidentes. Héctor dijo que lo mejor era salir en el auto disparando para poder pasar. Dije que a pesar de mis heridas podía manejar si me ayudaban. Cuando llegamos al auto vi que no estaba puesta la llave. Arman¬do, consciente de que aquella era una operación suicida, la había botado al llegar con las armas a la universidad. Revisé mi cartera pues recordé que tenía una de repuesto. Con la ayuda de Héctor, que pisaba el acelerador, salimos sin hallar resistencia. Casi no había tráfico; la calle estaba desolada. No dirigí la vista hacia mi derecha, por Jovellar hacia abajo, no quise mirar hacia donde debía estar el cadáver de José Antonio... Fuente: Todo tiene su tiempo. Edición digital. Carlos Figueredo Rosales (El Chino). La Habana 2002.

Compilador: Ramón Pérez Cabrera, Arístides. *Notas del compilador.

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